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GANADORES V CONCURSO DE RELATO CORTO

GANADORES V CONCURSO DE RELATO CORTO

Tras la deliberación del Jurado, los ganadores del V Concurso de Relato Corto son:

    1º Premio. "Bajo la parra", autor Sonia Villero Luque.

    2º Premio. "La gota", autor Ernesto Tubía Landeras.

    3º Premio. "Entre sorbos y letras", autor María del Pilar Aragoneses García.

 

    Premio del público. "Viñedos y olivos", autor Lorenzo Rodríguez Calvo.

 

1º PREMIO

"BAJO LA PARRA"


Bajo la parra, cuatro púberes refunfuñones se balanceaban sobre las patas traseras de unas sillas descascarilladas de paja trenzada, con las chicharras jaleando a su espalda las últimas ocurrencias cacareadas, para burlar minutos a un tiempo denso y espeso que parecía no prosperar, en aquellas infinitas tardes de agosto en la campiña. Se atiborraban a salchichas y a pan lechuguino al tiempo que mascullaban dios sabe qué barbarismos, maquinando la revancha por el castigo injusto de vetarles la noche de fiesta en el pueblo por alguna trastada que todos se empeñan en no recordar. Un pacto no ya de silencio sino de amnesia de los muchos que los cuatro primos sellarían aquel último verano juntos.

No había disponible vehículo alguno con el que poder sortear los veinte kilómetros que los separaban de la villa más cercana. Ni forma ninguna de suplicar, seducir o racanear clemencia a los adultos, pues se habían ido a pasar el día a otro cortijo a celebrar un doble nacimiento con la consabida matanza. Así pues, cualquier diversión fuera de la casa y de las cuatro fanegas de tierra que la rodeaban les había sido vilmente arrebatada. Encima les tocaría presenciar la llegada tardía de sus madres y tías respectivas riendo a carcajadas, con el corazón calentito por el buen vino de la comarca y las últimas murmuraciones y chismerías reveladas. La una preñada, la otra arrejuntada con el cura, el de más allá con una segunda familia en la Argentina. Les tocaría tolerar, a regañadientes, los besos y arrumacos entre los padres y posiblemente sufrir algún vergonzoso abrazo acompañado de un “ay, mi niño” de buenas noches.

Francisco, el mayor y más sabio, pero no por ello mojigato, propuso jugar a las cartas pagando en prenda las derrotas. Elisa, toda encarnada de emoción y miedo se precipitó a dar el visto bueno enseguida. Sergio calló sibilino, como siempre hacía, aunque los engranajes de su pensamiento maquiavélico se dejaban traslucir de sus ojos entornados y su media sonrisa. Lo haremos en el alcornocal, dijo. En la falda misma de la sierra, junto a la fuente de la virgen que mora en las aguas del deshielo, había un claro en el bosquecillo con varias piedras colocadas en círculo por algún otro grupo de gentes.

Tío Anselmo los había llevado allí una vez. Hicieron un descanso en el camino hasta el algarrobo por encargo de la tía que pretendía hacer con sus frutos una torta. El tío les contó entonces historias para no dormir a petición de los sobrinos, siempre dispuestos a trasgredir cualquier momento de mínimo sosiego. Tío Anselmo era todo un personaje que vivía fuera del espacio y del tiempo, ajeno a cualquier perifollo social o tecnológico, pasando el día con sus ovejas en el cerrillo, con la única compañía en su vivienda de un despelucado chucho que le acompañaba a todas partes. Anselmo sacó, de una lata de leche en polvo un poco oxidada, un trozo de queso de pata de mulo envuelto en un trapo de algodón blancuzco y unas cuantas hojuelas en un alarde de dispendio absoluto.

Mientras masticaban las prebendas con menos ilusión que su pariente adulto, los niños escucharon atentos los siempre intrigantes relatos de Anselmo. Les habló de Zequiel, el ángel guardián, siempre caprichoso pero muy bien vestido, que otorgaba conocimientos a los matasanos que lo veneraban con ahínco. Los niños protestaron, querían un cuento más oscuro, tío, que ya somos mayores. Anselmo abrió la bota de vino y se echó un trago gastando toda la parsimonia que pudo. Sergio le pidió solo un buche. Está bien, pero la niña no. Elisa protestó por lo bajini mientras Jorge sacudía un digno “no” con la cabeza. Ya está el aguafiestas, espetó Francisco. Siempre hacían piña para poner en duda su hombría. Sabían que les funcionaba, claro, y Jorge siempre caía. Anselmo suspiró y les hizo jurar a todos que a sus padres chitón. Les habló de la fuente de la Peinadora, donde la ninfa aguardaba el crepúsculo para encandilar a cualquier muchacho que por allí rondara y atraerlo sin remedio a la profundidad de la montaña donde permanecería para siempre cautivo. La seriedad del tío y la imaginación de las criaturas bastaron para que se convencieran de que la pequeña fuente junto a la que merendaban era, sin lugar a duda, la de la leyenda popular.

El tedio, siempre enemigo del buen juicio, y el envalentonamiento propio de la edad quiso que los niños, sabiéndose ya casi mayores, se enfrentaran por fin a sus miedos aquella tarde de agosto y allá que se propusieron marchar. Jorge protestó mascullando entre dientes palabras de sensatez que despreciaron los otros tres inmediatamente. Dispusieron las cantimploras, un par de linternas de batería, una baraja de cartas y unas cuantas rosquillas con los restos del mediodía en sus mochilas y partieron al bosquecillo. Entre risas vencían los nervios que la proximidad del anochecer les suscitaba mientras jugaban a las siete y media. Elisa, la más chica, no acababa de pillar las reglas y tramposeaba puntos un poco ajena a las preocupaciones de sus primos. Siempre al retortero de los chicos, no era capaz de sentirse vulnerable a su lado.

Cuando el cielo cobró un tono rojizo, el ulular de las rapaces y el frescor que bajaba de la montaña empezó a hacer estragos en la determinación de desafiar las normas y apurar cuanto pudieran su escapada vespertina. Jorge empezó a mover, inquieto, las piernas y a mirar su casio sumergible con inquina. Deberíamos volver ya. No hizo falta más que una mirada de algo parecido al desprecio para hacerlo callar.

Francisco perdió, o se dejó perder, visto desde la distancia. Tal vez quería salvarlos a todos con ese ser suyo de querer hacerse siempre cargo de todo. Elisa reculó aún a costa de parecer lo que tanto se empeñaba por disimular, una niña pequeña después de todo. Pero es de noche, la peinadora… Miró a Jorge delegando en él la responsabilidad de acabar con la diversión. Jorge apretó los labios hasta hacerlos sangrar, pero no los despegó. Todos sabían lo que iba a pasar. Francisco se aproximó a la fuente y junto a esta a un recodo que daba entrada a una pequeña cavidad en la montaña. Y bajo los atentos rostros de sus primos, desapareció.

Horas más tarde, de vuelta a la casa, los padres de todos se encontraron con un muro inexpugnable de silencio que les desquició. Faltaba Francisco y por más que chillaran, amenazaran o rogaran desechos en lágrimas, no consiguieron que uno solo de ellos flaqueara y diera al menos una pista sobre el paradero del niño. Elisa lloraba en silencio, Sergio permanecía rojo de rabia y Jorge, del que todos esperaban un mínimo de cordura, negó con la cabeza ante cualquier pesquisa formulada a su alrededor. Algunos salieron a buscarlo con el corazón encogido y la mente nublada, con miles de estrellas muertas acompañando la búsqueda amarga desde los cielos.

Justo antes de despuntar el alba, tras una noche en vela que se les antojaría la más larga de sus vidas, Francisco apareció junto al algarrobo cubierta la piel de arañazos y la ropa de rasgaduras. Tampoco él abrió la boca. Una sospecha húmeda se instaló entre los adultos que elucubraban sin medida sobre lo acontecido. En el reparto de culpas nadie quedó indemne. La herida fue tan grande que abrió una brecha irreparable en la familia y al día siguiente, sin mediar excusas, cada uno recogió sus cosas y todos ellos dieron por finalizadas las vacaciones y de un plumazo, también su relación.

Diez años más tarde, en los que ninguno supo del otro, los primos se volvieron a reunir alrededor de la mesa vestida con un hule de flores, bajo la vieja parra preñada de uvas. Anselmo los había juntado sin pretenderlo dejándose morir, sin preaviso, aquel verano del 89. Se tantearon al principio con tonos de voz impostados y conversaciones superficiales. Una vez comprobada en apariencia la ausencia de viejos rencores, se vieron pronto compartiendo una botella de verdejo de la zona y brindando con tazas de cristal color caramelo. Parecía que no hubiera pasado el tiempo. Es lo que tienen las amistades nacidas en la infancia, que trascienden casi cualquier circunstancia. Tras ponerse al día brevemente sobre lo típico, profesiones, emparejamientos y mudanzas, Elisa reparó en la cicatriz que Francisco lucía en la frente. Qué pasó, preguntaron sus ojos bordeados de pestañas naranjas. Sin ponerse de acuerdo, dieron un trago al unísono antes de enfrentarse a la respuesta.

La vi, contestó Francisco muy serio. Estaba allí dentro, agazapada tras una roca y no parecía temible sino tan solo cansada. Cubierta de mugre y con el pelo ensortijado arremolinándose en largos mechones, no podía disimular su extraordinaria belleza. Estuvimos lo que pensé fue una vida entera compartiendo impresiones sobre el funcionamiento del mundo. Me mostró los mil tesoros acumulados durante varias vidas, cuando el campo estaba poblado por muchas más criaturas. Me habló de las bondades de una vida sencilla, de dejarse acunar por el paso de las estaciones, de estar en contacto con la tierra, firme, para no perder el norte. Pero también me habló de la soledad de saberse única y al borde ya del precipicio de sus días. Se apiadó de mi ingenuidad y me invitó a irme, pero decidí acompañarla hasta el final. Tomé sus manos con las mías y le recité cuentos y canciones. Se apagó enseguida con una sonrisa borrándole la edad. Después salí como pude, a tientas, desollándome el alma la pena y la roca mi frente.

¿Y los tesoros?, preguntó Sergio. Su pragmatismo desarmó una vez más a Jorge que sin quererlo se echó a reír. Elisa le siguió de buena gana. Y una chispa en el rostro de Francisco terminó de espabilar la curiosidad infantil que aún atravesaba al grupo. Está bien, sentenció Jorge, pero esta vez no nos separaremos. Lo haremos por nuestra memoria y por la del tío Anselmo.

 

 

 

2º PREMIO

"La gota"

 


Como en tantas ocasiones, a saber quién de los dos había iniciado la discusión, quién era el que la había magnificado y, sobre todo, por qué se había dado. El caso era que, mediada la comida, los minutos se habían sucedido con una silenciosa cadencia, sólo rota por el sonido metálico de la cuchara fondeando aquella deliciosa coliflor al ajoarriero que, por costumbre, desde hacía tantos años que no recordaban el inicio de tal liturgia, comían los jueves de primer plato, para acompañarlo con un segundo, con-sistente en una espléndida ración de salchichas blancas de Zaratán. Otrora, cuando la tensión arterial y el resto de males que asolan la edad dorada desde sus albores, no ha-bían tintado de rojo los odiosos números de los análisis clínicos, cerraban la comida con un contundente postre casero. Unas veces tarta de queso, helado con fresas en los meses primaverales y en invierno cualquier delicia que tuviera su generosa dosis de chocolate. Pero de la juvenil salud de antaño ya solo quedaban los rescoldos, y el exce-so de sal que Teresa y Antonio se permitían con el ajoarriero, lo contrarrestaban con una pera o una manzana de postre. Tanto monta, monta tanto; pues la cara de resignado desgradado de Antonio era la misma fuera una fruta u otra.
Eso sí, la delicia de la tierra, como era su buen vaso de vino de Rueda, ese que no se lo quitaran a ninguno de los dos. Pues si había un momento hermoso durante la comida o la cena, no era otro que el brindis que los dos realizaban antes de comer mientras se sonreían, y que para ambos era la certificación de que su amor seguía vigente. Que puede que la efervescencia de la pasión de los primeros años de noviazgo, tras décadas, dos hijos y tres nietos, hubiera metamorfoseado en un cariño apacible y mesurado, pero mientras brindasen con un buen vino de la tierra, ambos sabrían que las brasas no se habían extinguido totalmente; que sus respectivos corazones latían con la misma ca-dencia, la que toman las de dos enamorados que no se miran a los ojos, sino en la mis-ma dirección.

Aquel jueves empero, no lo habían hecho. Después de décadas haciéndolo habían comenzado a comer sin brindar y las dos copas de vino continuaban en el centro de la mesa aisladas, como dos icebergs abandonados a la suerte que dicte la marea y que anhelan ese oleaje que provoque la colisión.
Fue Antonio, al rato, cuando mediaba el plato de coliflor, el primero en recoger la copa y llevársela sin dilación a los labios. Teresa ralentizó su amago por tomar la copa y brindar, como de costumbre, haciendo que el tintineo del cristal de ambas copas des-menuzara esa discusión que, paradójicamente, ocurrida hacia tan solo unos minutos atrás, ninguno de los dos recordaba cómo se había iniciado; cuál había sido la fuente de ignición de aquel silencio, oneroso y distanciador.
Mientras Antonio devolvía su copa de vino al centro de la mesa Teresa lo miró fija-mente, pensando en cómo, en su mocedad, cuando era pretendida tanto por Antonio como por Fidel, el hijo del boticario que había partido a estudiar a Madrid, se había decantado por su esposo, cuando el canto de sirenas de la gran ciudad también la en-candilaba. Dudó, tenía que admitirlo. Mientras que Antonio, por más que sus latidos cobraran intensidad cuando le sonreía en los bailes, le ofrecía una vida en Pozal de Gallinas, ese pequeño pueblo en el que había transcurrido su vida, Fidel por su parte, le garantizaba un porvenir en Madrid, esa gran urbe donde se estrenaban los musicales, los actores paseaban por las calles y las mujeres lucían modernos vestidos y no los de-lantales constelados de manchas aceitosas, que exhibían sin recato las mayores del pueblo, salvo durante la misa de los domingos.
Optó empero, por Antonio, en una decisión que tuvo más de emocional que de racio-nal. Pues, incluso sus padres, conscientes de que a la niña el pueblo se le iba a quedar pequeño, la arengaban para que partiera del brazo de Fidel: un buen mozo, con un gran porvenir en un bufete de esos donde vestían corbata y las uñas no guardaban restos de barro y mugre de todo tipo. Pero se enamoró de Antonio. Ese Antonio que después de décadas, oteando ya la séptima, había bebido el primer trago de su copa de vino sin brindar. Como si quisiera, de ese modo, desestabilizar el primer eslabón sobre el que llevaba erigiéndose su familia desde que decidieron instaurarla.

Ya con la copa de vino de nuevo en el centro de la mesa, Teresa, afligida, achicó los ojos escrutando una gota de vino que, oronda y presumida, brillante, centelleaba en el labio inferior de Antonio. Distraído, antes de dar un nuevo paso de cuchara sobre el plato, su esposo miraba a través de la ventana la desértica calle donde se emplazaba su hogar, de camino al antiguo falansterio de la República de los pobres, que con el paso de los años había tomado el sobrenombre del «Torrejón».
Súbitamente, aquella gota de color dorado tenuemente pálido pareció aumentar su ta-maño. ¿O quizá era ella la que tenía esa apreciación, por la pertinaz atención con la que la miraba? Quién sabe. La única certeza fue que dentro de la intensidad luminosa de aquella gota de vino de Rueda comenzaron a intuirse unas sombras cuya proyección y nitidez aumento en la misma medida que la mirada de Teresa se centraba en la gota de vino. Una esfera brillante de color pajizo en la que vislumbró secuencias pretéritas que creía olvidadas, pero que, al verlas en aquel resto del último sorbo de Antonio, regresaron a su memoria más vivas que nunca.

Contempló escenas de su mocedad, cuando Antonio la sacaba a bailar en las verbe-nas y regresaba a casa con el corazón acelerado y los pies destrozados, por las veces que él, nefasto aspirante a Fred Asataire, la había pisado. Redescubrió aquel «Sí, quie-ro», en la ermita de la Virgen de la Estrella, de la que ambos eran devotos y la humilde celebración posterior en una adecentada cuadra, donde sus padres y suegros prepararon un convite al que estuvo todo el pueblo invitado, y en el que no faltaron los buenos tragos de vino, que encendieron las mejillas, propiciaron abrazos y consiguieron que, al fin, a Rosario se le declarase Miguelito; por lo que, haciendo bueno el dicho, de aque-lla boda salió otra. También, en aquella ya gigantesca gota de vino dorado, que ya pa-recía uno de esos cines de la pucelana capital, observó el nacimiento de sus hijos y cómo, a los años, tanto ella como Antonio, los enseñaban a caminar alrededor de la cruz de piedra de la plaza, frente a la iglesia del Arcángel. Sobre todo a Darío, mucho más torpe que su hermana Renata.
También, porque los hubo, en la gota de vino se mostraron eventos que hicieron que Teresa sintiera el peso de las lágrimas abarquillándole los párpados, como si fueran de plomo. Las campanas tocando a muerto durante las exequias de sus padres, con su An-tonio sujetándola fuerte. O cuando, primero Renata y tres años después, Darío, abando-naron Pozal de gallinas para establecerse en Valladolid, con la promesa de que regresa-rían en cuento tuvieran ocasión de hacerlo. Un ofrecimiento que ellos ya intuían ende-ble antaño y cuya fragilidad se confirmó con el tiempo, cuando sus escasas visitas se distanciaron aún más, cuando, tanto Renata como Darío, formaron sus propias familias en la capital.
Los recuerdos que se sucedían en la gota de vino fueron transcurriendo con las visitas de los nietos, las cenas de Nochebuena, que se seguían celebrando en su casa del pue-blo, incluso la tardía boda de Renata, ya madre de dos niños, que decidió celebrar en Pozal de Gallinas. Aunque, a diferencia de las nupcias de su padre, se ofició en la pla-za, por lo civil, pero con todos los vecinos alzando las copas de Rueda para unificar a todo el pueblo alrededor de los recién casados.

Así se sucedió aquella película en la gota de vino, que quizá durase unos breves segundos, pero que a Teresa se le antojaron suficientes como para comprender lo que significa «matrimonio»; que aquello no había sido sino un viaje que aún continuaba. Y, principalmente, que tenía muy claro, además del amor que ambos se profesaban, cuál había sido el combustible que había conseguido que su amor no traquetease sobre rue-das cuadradas, que lo hiciera con esa velocidad, a veces rauda, otras más lenta, con la que avanza todo amor que, sin saber hacia dónde se encamina, sí que sabe con quién desea compartirlo.

Teresa se levantó. Poco le importaba qué era lo que había provocado la discusión y quién de los dos la había iniciado. Rodeó la mesa hasta alcanzar el lugar que ocupaba Antonio frente a ella y le tomó el rostro con ambas manos. Acercó sus labios a los de su esposo y la dorada gota de vino en la que había disfrutado de la proyección de su propia vida, como una espectadora anónima que disfruta y sufre con la vida de un ter-cero, se deshizo entre el beso de ambos. Aquellos labios, craquelados con el cincel de la edad y la experiencia, sintieron el sabor del vino amalgamándose con el de sus be-sos.
Efervescentes. Como dos adolescentes en celo, se levantaron recorriéndose con las manos, como dos ciegos que buscan reconocer la orografía contraria. Puede que no tuvieran el vigor de antaño, pero aún quedaban brasas sobre las que guarecer y avivar los rescoldos de una pasión que no entendía de años vencidos. Al alejarse hacia el dormitorio, sin más banda sonora que la de los besos que guiaban cada uno de sus pa-sos, golpearon la mesa y las dos copas de Rueda cayeron sobre el mantel, extendiendo una delicada marea dorada sobre la que rodaban las copas. Primero hacia el exterior, alejándose la una de la otra. Después, cuando parecía que se precipitarían por el abis-mo de la mesa, regresaron al centro dibujando un arco, ralentizando su encuentro hasta que con la suavidad de dos amantes que se saben recuperados para la causa del amor, el cristal de aquellas copas contactó en el centro del humedecido mantel, en un brindis solitario, cuyos destinatarios ya respiraban, el uno sobre el otro, en ese lugar donde la redención puede que no tenga nombre, pero desde luego tiene sabor. Y es que el vino no solo se bebe, también se vive.

 

 

3º PREMIO

"Entre sorbos y letras"

 


Llevaba largo rato mirando por la ventana con la copa en la mano. La inspiración seguía sin aparecer. Cambiar el mar cántabro por el mar de vides no fue tan buena idea. Hacía años que dejó de fumar; sin embargo, en ese momento, se hubiera encendido un cigarrillo, aspirar la primera calada, ese olor tan peculiar del tabaco traído de…, ¿de dónde? Intentó hacer memoria y no fue capaz de acordarse, se perdió con la musa de la escritura.

Se llevó la copa a los labios y sólo la leve inclinación fue suficiente para que los aromas del verdejo fluyeran hacia su nariz. Dio un pequeño sorbo, cerró los ojos para saborearlo. «Mucho mejor que cualquier cigarrillo, dondevaparar».

Apuró el líquido rubio y dejó el cáliz vacío al lado de la cubitera donde descansaba la botella, deferencia del hotel por su… equis aniversario, se lo dijeron cuando se registró en recepción, pero fue un dato que no le pareció relevante en aquel momento. Alzó la botella de su cubículo, comprobó que aún mantenía buena temperatura gracias al hielo casi intacto. Observó el hilo que caía con parsimonia continua cuando empezó a verter el recién descubierto fresco albar; el gorgoteo llegó a sus oídos, evocando una ligera cascada de placenteras emociones. Sin levantar el cristal de la mesa, sujetó la copa por el pie y la agitó levemente, como había visto hacer en algún reportaje de catas. La tomó por el tallo, la situó entre la ventana y sus ojos, el sol de Castilla se hizo camino y tuvo que entornar la mirada. Se dejó invadir por la calidez del momento. Con los cinco sentidos, volvió a degustar el oro líquido. «Sí, ya sé lo que quiero contar».

Se sentó frente al ordenador y comenzó a descargar su imaginación. Entre sorbos de blanco, sus dedos se deslizaban por el teclado, convertían las letras en palabras, éstas en frases y párrafos que iban apoderándose de las lívidas páginas. Tras más de cinco mil palabras, sus dedos pidieron reposo. Apartó la vista de la pantalla y se percató del cáliz vacío y de que había anochecido. Sintió hambre de repente. Cogió la chaqueta apolillada, la que usaba para sentirse como en casa allá a donde fuera, se calzó y, justo antes de cerrar la puerta, recordó que no había recepción de lunes a jueves, agarró la llave y salió.

El dueño del pequeño hotel rural ya le había informado que en temporada baja no daban comidas, ni cenas, sólo desayunos; en la habitación, si lo solicitaba antes de las diez de la noche. Acordó desde el primer día que dejaran una bandeja a la puerta sobre las 9 de la mañana, aunque tenía claro que esa puerta no se abriría antes de las 10.

Cuando salió a la calle en busca de algún establecimiento donde tomar un pequeño refrigerio, no encontró a quién preguntar. Sacó el móvil del bolsillo trasero del pantalón y buscó: “cenar cerca”. Internet le devolvió la información que buscaba, el lugar más cercano decía: “cierra pronto”. Encontró la taberna doblando la esquina.

Al entrar, el olor a calor de leña y la imagen del chisporroteo del fuego hizo que recordara cuando iba con sus padres al pueblo a pasar las navidades con los abuelos. Tres hombres mayores hablaban animadamente cerca de la chimenea. Otro cliente estaba sentado a la barra con un vaso en la mano y la mirada perdida. Se fijó en él porque tenía el pelo oscuro y una incipiente barba roja. Percibió cómo los que estaban cerca del fuego callaron y miraron a la puerta durante unos segundos, enseguida volvieron a sus chascarrillos.

Se acercó a la barra. —Un verdejo, por favor. ¡Ah! Y la carta.
—Aquí no hay d’eso, —dijo afablemente el hombre tras la barra —hay jijas, callos “tocaos”, chorizo de la olla, creo que queda algo de oreja guisada y un pincho de tortilla.
—¿De patata?
—Pos claro, de qué va ser. Si quiere tortilla con chorizo o huevos fritos no pué ser, mi mujer ya se ha retirao. Los fines de semana hay más variedá pa elegir; eso si tié suerte, ¿verdá que sí, Colorao? Estos días no habido mucho público, si no, pan descongelao con chorizo de la olla, hay lunes que ni huevos quedan. Hoy es del día, ¡eh!, el pan—. Y sonrió con un guiño.
—¿Qué llevan los callos tocados?
—“Tocaos”, asín los llama mi mujer, porque los echa un “toque” de cayena en rama que muele ella misma. Son para valientes, ¿verdá que sí, Colorao?
El pelirrojo de barba asintió y se fijó en la persona que iba a pedir la comanda, sus miradas se cruzaron.
—Bien, tomaré el pincho de tortilla y los callos, gracias.
...

Y aquí estás, tan sólo diez años después, gracias a tu sobrina que es la única que quiso hacerse cargo de tus últimas voluntades.
Fueron los días más felices de tu vida. Todos los que te conocían, poco o mucho, se dieron cuenta del cambio. Volviste con un libro acabado y más jovial que nunca; y duró, vaya si duró, incluso tras el nefasto diagnóstico. Pediste volver, pero ni los cientos de euros que ofrecías fueron suficientes para convencer a nadie. Hasta que Lidia volvió del Erasmus y dijo que ella te acompañaría, pese a que intentaron convencerla de que era un gran error; desconocía, como todos, el motivo de tanta insistencia. Estaba convencida, no había marcha atrás; pero, fue tarde. En tres días tuvo organizado tu regreso y en el último momento, cuando sonó el teléfono, supo que no podría cumplir el deseo completo. El ansiado viaje se demoró unos días más, los necesarios para recoger tus cenizas y arreglar el papeleo más urgente.

Sí, aquí estás, diez años después, en esta tierra, hoy húmeda porque llora tu ausencia, las hojas rojas de ira por la pérdida, frente a esas viñas que añoraste durante años, porque siempre habría tiempo de volver. Sin embargo, lo que siempre hubo, fueron demoras en el tiempo, «mañana iré, el mes que viene, el año que viene, el otoño que viene…»
Lidia susurra una emocional despedida, lágrimas resbalan en silencio. A lo lejos, en la penumbra, un hombre de barba roja murmura una oración con los ojos anegados.

Al fin, aquí estás, para quedarte. El viento y el agua harán el resto.

En la taberna del pueblo, la chimenea vuelve a estar encendida, parece que este otoño viene frío. Frente al fuego, un anciano evoca tiempos mejores con el dueño del bar, que se ha tomado unos minutos de descanso. Tras la barra, una joven con rastas y sonrisa permanente sirve un tinto de la casa en vaso al hombre que acaba de entrar, más cabizbajo que de costumbre.
—Qué tarde vienes hoy, Colorao.
—Tuve algo que hacer.
Se sienta a la barra con el vaso en la mano y la mirada perdida.

Sólo queda él para recordar el secreto de aquel gran amor.

 

 

 

PREMIO DEL PÚBLICO

"Viñedos y olivos"


Al despertar la mañana,
con los primeros rayos del sol
y esas calles entrelazadas
de esos viñedos.
De entre La Seca, Rueda y Serrada,
en lo alto de una cepa
se oye cantar a un jilguero.
Donde antes eran cebadas,
hoy son viñedos.
Al otro lado campos de trigo,
hoy verdes olivos,
de esta Castilla olvidada,
que ha resurgido,
siendo granero de España,
hoy viñedos y olivos.
Entre las vegas del Duero,
ha resurgido,
como un manto de verdes viñedos,
y una alfombra de verdes olivos.

 

 

 

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