1º PREMIO DE LA III EDICIÓN DEL CERTAMEN DE RELATO CORTO 'PUEBLOS Y SABORES'
Título: Los hombres que van a morir
Autor: Alex Serrano López (Valencia)
Los hombres que van a morir entran en el caserón.
La puerta tiembla cuando el primero de ellos le pega una patada. El polvo brilla en el aire mientras surca la luz que se cuela por la ventana. En la parte superior de la casa sólo hay escombros entre los que se escurren unas ratas escuálidas. Gruesos goterones de sudor caen por la camisa azul del primero de ellos y buscan hueco hacia el suelo alrededor de la boca de un rifle que le anima a adentrarse en la antigua masía.
Los hombres que van a morir agradecen la sombra, pero lo hacen en silencio. Uno no quiere que el otro sepa que está aterrado, pero el otro no quiere que el uno sepa que nunca en su vida ha tenido tanto miedo. El que empuña el rifle empuja a su cautivo, que trastabilla. Los ojos de los dos se pierden en la semipenumbra del interior. Tardan en acostumbrarse a la oscuridad porque fuera, entre las viñas resecas, el sol cae con la fuerza de los obuses que les sacaron a los dos de sus casas hace varios años. Pero no tenían mucha más alternativa. Aún queda para cruzar el Ebro y el del fusil sabe que no llegarán a la otra orilla si antes no descansan.
Y beben algo.
Pero ambos saben, cuando estudian el interior de la casa, que no van a encontrar agua ahí dentro. Hay un grifo, sí, en una pequeña cocina situada junto a la salida a un corral repleto de barro reseco y con olor a óxido. Hace tiempo que no se derrama ningún líquido ahí que no sea sangre. Como en el resto del país. El grifo, por supuesto, está enmudecido. También hay estanterías, con algunas botellas de vidrio verde, pero en su interior sólo hay telarañas y calor. Las ratas del piso superior dan unas carreras apresuradas sobre cristales destrozados y los dos hombres que van a morir dan un respingo.
-No hay nadie más.
-Cállate, facha.
Rojo, facha. Facha, rojo. Dos adjetivos que quizá significaban algo en las vidas de los hombres que van a morir, antes, por supuesto, de que sus caminos se cruzaran y emprendieran un paseo lento pero inevitable hacia la tierra. El rojo es Cristino Pardos Vázquez, de 24 años y natural de Pedrajas del Castillo, un pueblo cerca de Badajoz del que huyó cuando el carnicero llegó. El soldado del Séptimo Regimiento del Ejército Popular y empuña un Mosin-Nagant que ya era viejo en la guerra de Marruecos. El facha es Aurelio García Prados, de 26 años y natural de Villasubido, un pueblo al sur de Valladolid. El capitán del Ejército Nacional pilotaba un Junker alemán desde 1937
Pero ninguno sabe nada del otro, y ambos esperan que siga así, porque es más difícil meterle un tiro en la nuca a alguien si sabes dónde pasaba los veranos. El soldado Pardos emplea un viejo cinturón para atar al capitán García a una cómoda anclada a la pared y le dice que no se mueva mientras empuña el revólver y rebusca en las alacenas y los armarios de la casa, silenciosa salvo por el viento que se cuela por los boquetes en las paredes y las ratas que bailan sobre los cristales.
-Oye…
-Calla, fascista.
-No, escucha…
–He dicho que te calles.
El diálogo dura apenas unos segundos, pero una vez que se ha atrevido a abrir la boca, el capitán nacional comprueba dos cosas. Primero, que no la tiene tan seca como pensaba. O quizá sí, pero aún podía hablar con ella. Y segundo, que el soldado no le había metido una bala en la columna vertebral, como había amenazado en varias ocasiones con hacer si su aviador capturado se atrevía a hablar.
-No me voy a ir.
El soldado le lanzó una mirada desde la otra punta de la planta baja, donde rebuscaba un arcón situado en una esquina. El capitán detectó una sombra de locura al fondo de los ojos oscuros, pero eran dos hombres que iban a morir, así que a ninguno parecía importarle demasiado qué tuviera dentro de la cabeza el otro.
-No tengo armas, no hay más que campos y campos de viñedos arrasados a nuestro alrededor y hace un calor infernal. Moriría sin necesidad de que me dispararas.
-He dicho que te calles -el rojo le apuntó con el revolver-. Voy a bajar al sótano. Si escucho un ruido, uno solo, juro por el dios ese en el que crees que vuelvo a subir y te dejo seco, ¿entiendes?
El facha asintió y se quedó en silencio. Le quemaba el cuero del cinturón y el sudor le bailaba en los párpados, aunque llevaba casi doce horas sin beber y no pensaba que su cuerpo tuviera ni una gota más de líquido.
Cuando vas a morir, el tiempo pasa de forma distinta. Claro que ni el facha ni el rojo saben que van a morir, por lo que no son conscientes de ello. Para el capitán, parece que está horas ahí, viendo las sillas al lado de la mesa, como si estuvieran esperando que alguien se sentara. Para el soldado, cada segundo de nervios y tensión en la oscuridad de la bodega valen la pena cuando la luz temblorosa de la llama del mechero se refleja en una fila enorme de botellas de vidrio. Más aún cuando la llama se multiplica por cien, lanzada de un recipiente a otro, cuando el líquido del interior de las botellas, rojo como él mismo, da la bienvenida al soldado.
Las carcajadas de Pardos rompen el silencio y las ratas que corretean por los cristales huyen despavoridas. Dejan tras de sí una melodía tintineante. El capitán no tiene muy claro qué es una risa, y tarda unos segundos en interpretar el sonido, porque lleva casi dos años sin escuchar una. Los pasos apresurados del soldado rojo le llevan de nuevo a la planta superior, y tiene una amplísima sonrisa en la boca cuando enseña a su cautivo una botella de vino tinto. Está por la mitad y el rojo tiene la camisa manchada. En la otra mano tiene lo que parece un cargador de metralleta.
Al capitán García le cuesta unos segundos darse cuenta de que es un queso.
El soldado se sienta a la mesa y da buena cuenta del vino y del queso, que se come a mordiscos, sin quitarle siquiera la corteza. El capitán está a punto de llorar. Para alguien que estuvo participando en Guernica, que ha bombardeado Madrid y que estaba dispuesto a ametrallar barcazas en el Ebro, no es sino el vino y el queso lo que está a punto de saltarle las lágrimas.
-Soldado… soldado, dame algo.
El rojo no dice nada. Le impulsa un odio cerval, una fuerza sobrehumana basada en la venganza, una manía casi enfermiza por su cautivo. Varias veces ha pensado en pegarle un tiro en la nuca, pero sabe que las fuerzas republicanas le recompensarán bien si entrega un preso faccioso. Y capitán, nada más y nada menos. La vida en la retaguardia republicana no es fácil y él en casa tiene a su madre y a sus dos hermanas, que ya le han dicho en un par de cartas que no tienen qué comer. Los huertos se han secado, ya no dan cebollas ni patatas, y hace mucho que en su pueblo se terminaron gallinas, cerdos, ovejas o vacas. Ya no quedan ni gatos, le dijo su hermana en su última carta. Confía en poder entregarle para que su familia pueda comer.
Pero los dos hombres que van a morir tienen otras prioridades: en este caso, no morir. El soldado pega otro trago al vino y mira de reojo al fascista, que observa el queso con el mismo anhelo que los campesinos que esperan que llueva tras un verano particularmente seco. Suelta un improperio y se levanta, tirando la silla al suelo. Va hasta los estantes y coge un vaso chato que llena con el poco vino que queda en la botella, y se lo da al capitán, en lo que supone la primera interacción entre ellos que no incluye un arma.
-Qué cuerpo tiene.
-¿Cuerpo? ¿Qué sabes tú de vinos?
-Mis padres tenían… tienen una bodega en casa -responde el fascista.
-¡No jodas! ¿Dónde es eso?
-En Valladolid, en un pueblo pequeño.
El soldado rojo le rellena el vaso a su cautivo.
-Nosotros tenemos una cooperativa en el pueblo, no sé si la conoces, se llama Tierras de Roca.
En este caso, es el capitán el que se sorprende.
-¿En serio? Si nosotros le servimos vino. Bodegas García-Castillejo.
De nuevo, la risa del republicano.
-¡Cómo para no saber quiénes sois! En el 34 intentasteis subirnos el precio.
-Bueno, es que fue mala cosecha…
-Sí, no te jode, y para nosotros, pero teníais vino acumulado en las bodegas. Nos servisteis de la añada del 32.
Ahora los dos se ríen. Si no fuera porque la casa está en ruinas y porque uno de ellos está atado con un cinturón, casi parecería que son dos viejos amigos hablando de sus cosas. El fascista le hace un gesto a su captor y le señala el cinturón.
-Ah sí, claro, perdón -el republicano le suelta, ya sin demasiadas preocupaciones. De hecho, mira de reojo al revólver, que descansa encima de la mesa, pero se encoge de hombros-. Un momento, voy a por más.
El soldado se pierde hacia la bodega. Se ha dejado hasta el revólver, pero también el queso. Y en un momento que marcará el resto de su vida, uno de los hombres que va a morir se abalanza sobre la cuña curada, mordisqueada, pero que le sabe a gloria. El republicano trae otras dos botellas, con el mismo cuerpo que la anterior. No tienen agua, así que beben hasta que no tienen sed, y luego siguen bebiendo hasta que se quedan dormidos, sin fusiles, sin cinturones y sin revólveres.
Al amanecer, los dos hombres que van a morir deciden separarse. Cada uno coge dos botellas de vino, y el republicano hasta le regala el revólver al fascista, con la condición de que cuando acabe la guerra le buscará en la cooperativa y le hará buen precio por el vino, si no le han fusilado antes. O si no lo habéis colectivizado antes, responde el capitán García. Una carcajada, de nuevo ese sonido extraño que parece un disparo, es lo único que oyen el uno del otro antes de partir en direcciones contrarias, con los petates llenos de botellas de vino, y atravesar las viñas arrasadas.
*******
El sumiller carraspea.
-No volverán a encontrarse…
-Sí, tráiganos una, la probaremos.
El experto enmudece y se va, con una sonrisa falsa en la boca. Él está tan preocupado en mostrar lo mucho que le ha incomodado la historia de la bodega que no se fija en que ella ha puesto los ojos en blanco.
-Qué pesado. Y qué nombre más raro para una bodega eh, Los Hombres Que Van a Morir -dice él. Luego mira el móvil, lo pone en modo avión (por si acaso le da también la vuelta) y sonríe a su cita, que a estas alturas no sabe cómo hacer para escaparse de él-: Bueno, cuéntame algo de ti, que sólo hablo yo.
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