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Concurso de Relatos Cortos 2º premio de la edición 2023: TEORÍA DE LOS IMANES Y VICEVERSA

2º premio de la edición 2023: TEORÍA DE LOS IMANES Y VICEVERSA

2º PREMIO DE LA IV EDICIÓN DEL CERTAMEN DE RELATO CORTO 'PUEBLOS Y SABORES'

Título: TEORÍA DE LOS IMANES Y VICEVERSA 
Autor: María Sergia  Martín González

Sonia

Con motivo de nuestro décimo aniversario, Evaristo me sorprendió reservando mesa en un restaurante carísimo. Decían de él que ofrecía la mejor carta delicatesen de toda la comarca, con más de treinta y cinco platos para degustación, y, también, que su vino de Rueda tenía el sabor de las cosas que se hacen sin prisa. Igual que mi relación con Evaristo. Forjada pasito a pasito desde la escuela.

Me compré un vestido de satén en un tono dorado pálido porque sospechaba que íbamos a celebrar algo transcendental. Cuando llegué, él ya estaba sentado con su traje negro, en el lugar más íntimo de todo el local. Deslumbraba. Aún sin gafas, pude apreciar el aura que desprendía. Una silla mal colocada me hizo trastabillar un poco y creo que alguna copa rodó por el suelo, no conseguí verlo con nitidez. Evaristo se levantó, galante como siempre, y tomó amorosamente mis manos haciéndome sentar con rapidez.

¿Te gusta el vestido?, le pregunté. Es nuevo. Sí, me dijo con la voz entrecortada. Supongo que no se esperaba que me hubiera arreglado de manera tan sofisticada, pero supuse que la ocasión lo merecía. Se le notaba inquieto. Lo supe porque aflojó el nudo de su corbata. Enseguida, casi sin darme tiempo a besarle, pidió dos copas de vino blanco espumoso y comenzó a hablar de las fuerzas invisibles que atraen a los cuerpos. Es un romántico empedernido y aunque, a veces, no comprendo bien sus metáforas esta de la atracción de los cuerpos era demasiado evidente. De ahí, nuestros dos maravillosos lustros de noviazgo.

El camarero nos trajo la carta. Había tantas cosas ricas para degustación que no podía parar de salivar. Evaristo me rogó que hiciera los honores de pedir para los dos mientras él continuaba hablando. Qué verborrea, parecía que hubiese comido lengua en el desayuno. Pedí consomé de espárragos para mí y empanada de conejo, para él. De segundo, lechazo para los dos, porque sé cuánto disfruta con la carne de ovino. Cuando dijo que el núcleo líquido terrestre guardaba otro sólido en su interior, creí que me moría de emoción, placer y felicidad. Primero, por el delicioso gusto que dejó en mi boca el consomé y luego, porque entendí que, finalmente, mi chico recapacitaba acerca de mi deseo de ser madre. Mis lágrimas se desparramaron de dicha. Empapé la torta de chicharrones y el cordero, que acababan de servirnos. Evaristo llenó dos copas de un rosado espumoso y supe que había llegado el momento de brindar para celebrarlo. Me bebí la mía de un trago porque tenía sed y, además, estaba muy fresquito y, en tanto continuaba escuchándole, visualicé tras él y en tecnicolor el magnetismo de los imanes de la Tierra atrayéndose entre sí inevitablemente. Igual que nos sucedía a nosotros.

Aquella charla sobre la inevitable atracción entre los cuerpos comenzaba a tener sentido para mí. Intuí que Evaristo quería pedirme matrimonio cuando llegaran los postres, como todo buen romántico. Temblé igual que una adolescente y pensé en mi padre. Ahora, tendría que tragarse sus recelos hacia mi pareja y todos estos años diciéndome que no era el hombre adecuado para mí. Me distraje un poco y perdí el hilo de su voraz palabrería pensando en cómo sería mi traje de novia, la ceremonia de pedida de mano, el restaurante, el menú que elegiríamos que, sin duda, llevaría cordero y buenos vinos y todas esas cosas que quedaban por hacer… Ah, y un pequeño pregón para que Arturo comunicara la buena nueva a todo el pueblo. Entretanto, Evaristo continuaba disertando acerca de los polos positivos, negativos, de las fuerzas de atracción y de las de repulsión. Pedí dos copitas más de vino y el camarero, muy amablemente, volvió a hacer los honores con un tinto Gran Reserva. Casi sin darme cuenta, me la volví a beber de un trago. Estaba realmente delicioso, tan intenso y torrefacto, tan aterciopelado como mi vestido… Y yo tenía tanta sed. A pesar de que me daba vueltas la cabeza, no podía sentirme más feliz. Finalmente, después de diez años, Evaristo, el hombre de mi vida, caía en la cuenta de que estábamos hechos el uno para la otra y viceversa. Me dedicó un último gesto interrogativo como preguntándome si comprendía su alocución. Yo asentí embobada en varias ocasiones mientras un mantecado al Verdejo endulzaba mi paladar. ¡Claro que la comprendía! Cerré los ojos. Me disponía a besarle cuando nueve palabras se interpusieron entre nuestras bocas: «Te dejo, sé que esta vez lo has entendido».

 

Evaristo

Reservé mesa en el restaurante más caro de la provincia y en el lugar más alejado de la entrada. No quería toparme con ningún conocido del trabajo o del gimnasio. Los precios de la carta no eran aptos para todos los bolsillos, por lo que no era probable que nos encontráramos con nadie. Había resuelto poner fin a mi relación con Sonia. Diez años juntos. Toda una maldita década tirada a un contenedor de residuos.

La vi llegar con su sonrisa pazguata, vestida de burbuja freixenet, sin el menor pudor y dando tropezones con todas las sillas. Sonia y su puñetera manía de no ponerse las gafas porque dicen que la afean. De la mesa contigua rodó una copa que empapó a un caballero. Tuve que levantarme a la desesperada para agarrarla por las manos, sentarla y disculparme con el resto de comensales. Vi mohines de desaprobación y sentí vergüenza, la verdad. Tanta, que necesité aflojarme el nudo de la corbata para evitar que mi cara se congestionara y acabaran reventado mis ojos. 

Empecé a hablar sin rodeos. Nadie podrá decirme nunca que no fui directo. Le dije, a quemarropa, que en la naturaleza existen fuerzas invisibles que atraen a los cuerpos. Todo el mundo lo sabe. Me preguntó qué me apetecía comer y le dije que, por favor, eligiera ella. Asintió sin borrar una tímida sonrisa de su rostro. Eso me animó a seguir, parecía serena. Otra vez, espárragos y lechazo. Desde luego, esta mujer es de convicciones inamovibles y mira que le he dicho hasta en mil ocasiones que me salen ronchas con el cordero, que prefiero un buen solomillo o un chuletón de ternera. Pero no hay forma de que lo entienda. 

Sin perder fuelle, hablé del núcleo líquido terrestre y sostuve que, en su interior conservaba otro sólido. Aquí, sin saber muy bien por qué, lloró escandalosamente. Torrencialmente. Me sorprendió, aunque intuí que empezaba a captar el fondo de mi discurso. Las lágrimas que expulsó mojaron la torta y aguaron la carne. Decidí servirle otra copita de vino para que se tranquilizara y no montara un numerito, a pesar de saber que el alcohol le sienta fatal. Se la bebió de un trago, como si pensara que volvía la ley seca y, a continuación, cogió la mía y se la tomó también. Igualita que su padre. Ya lo dicen en el pueblo: de padres gatos, hijos michinos.

Me pareció, entonces, que miraba algo detrás de mí poniendo la misma mueca, entre ladeada y ausente, que la patrona de nuestro pueblo y la vi temblar. Me vino a la cabeza la imagen de sus padres cuando ella les contara que lo habíamos dejado. Sobre todo, la del viejo. Nunca me quiso y siempre me miró por encima del hombro pensando, quizá, que no sería capaz de hacer feliz a su hija. Debo de reconocer que, aunque la antipatía fuera mutua, el padre de Sonia no andaba demasiado desencaminado. Levantó la mano, dejándome con la palabra en la boca, y pidió más vino ¿Más vino, Sonia? Cogió su copa y se la bebió sin respirar. Me pareció que sonreía mientras ojeaba la carta de los postres. Y yo seguí hablando de los polos positivos y negativos… Afirmé, con rotundidad, que dónde durante un tiempo hubo atracción, y esto es algo que sucede con cierta frecuencia, ahora solo existía repulsión y rechazo. Sí, reconozco que en este punto no estuve fino y me porté como un perfecto cabrón. Lo lamento. Sonia afirmó con la cabeza en repetidas ocasiones revelándome, con sus gestos, que entendía y aceptaba mi línea argumental como la mujer adulta que se suponía que era. E incluso, creí entender que compartía cada una de mis palabras y que ella, también, estaba harta de mí. Tal vez, un poco mareada por el tercer vino o, quizás, ya eran cuatro, la vi cerrar los ojos y aproximar su cara a la mía mientas, de manera ambiciosa, se zampaba mi mantecado. Supuse que su acercamiento se debía a que necesitaba escuchar mejor mi conclusión, que logré resumir en nueve contundentes palabras: «Te dejo, sé que esta vez lo has entendido». Sin duda, le dejé bastante claro que lo nuestro había terminado.

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