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Concurso de Relatos Cortos Relato ganador de la edición 2023: MAGIA

Relato ganador de la edición 2023: MAGIA

1º PREMIO DE LA IV EDICIÓN DEL CERTAMEN DE RELATO CORTO 'PUEBLOS Y SABORES'

Título: MAGIA
Autor: Ernesto Tubía Landeras

Las pupilas grises. Los iris de un azul desvaído, sin el brillo eléctrico que los había caracterizado durante décadas. El labio caído. Las manos presididas por dedos ganchudos, que asemejaban sarmientos de una cepa centenaria. Espalda corva. Ausencia de ser. Poco quedaba de mi abuelo en aquel hombre que compartía ciertos rasgos con él, pero al que el alzhéimer, bocado a bocado, había devorado con calma de marea hasta devastarlo.

Dolía. Me dolía como no se puede explicar verlo en la silla postrado, ladeado, mirando sin ver. Algunas veces gritaba o sonreía a «Panzón», su gato. Pero, para cuando llegábamos a su lado, el gris había vuelto a abrazarle y allí sólo quedaba ausencia, el yo pretérito de alguien que había sido tanto para toda la familia, que me negaba a aceptar que huyera así, en un lento y prolongado siseo, como de vela apagándose, sin un hilo de humo en cuyo aroma rescatar lo que durante tanto tiempo nos había regalado: sus besos, sus abrazos, sus consejos, su luz… No. No podía permitirme, como nieto menor, el que menos había disfrutado de él, dejar que se fuese sin más. 

Y por eso lo hice, ese fue mi leitmotiv, aunque nadie de toda mi familia comprendiera mi decisión y la motivación que me llevó a buscar un milagro, amparado en la magia. Porque la magia existe. Sólo hay que saber dónde buscarla.

—Es una estupidez, Guillermo. Tu abuelo ya no está. No pierdas, ni el tiempo ni el norte —me respondió mi padre, con su habitual tono de voz letárgico, de profesor de filosofía retirado, con el que me replicaba cuando me creía errado.

Testarudo, había obviado todos los comentarios de mi familia sobre mi decisión de volver a llevar al abuelo, al menos un fin de semana, al pueblo, para que tuviera la oportunidad de regresar durante un par al lugar en el que su apellido había tomado forma. Ellos no lo entendían en la misma medida que yo no aceptaba su negativa. Desde que el alzhéimer había avanzado raudo en mi abuelo, mi padre y sus dos hermanas habían decidido trasladarlo a una residencia de ancianos de la capital, donde juraban —o se esforzaban en creer— que estaría mejor cuidado que en el pueblo. Los tres hermanos hacía décadas que se habían trasladado a Valladolid, en busca de los dudosos lujos que ofrecía la urbanita y cosmopolita vida de la capital pucelana; ofrendando, a cambio, la apacible vida en Foncastín. Un pueblo en donde, no sólo había transcurrido la vida del abuelo, sino la de todos los que le habían precedido. 

Siendo incapaz de asumir que el abuelo se hubiese ido así, sin más, mediado un mes de mayo especialmente cálido, elevé a mi abuelo al asiento del copiloto de mi Renault Kadjar y su silla de ruedas al maletero. Ni siquiera dejé que mi mujer y mis hijos me acompañaran de regreso al pueblo. Eran mis fantasmas, mis pecados, los que estaban sin expiar. Y uno debe purgar la culpa en soledad, sin tener que arrastrar a otros al foso de su congoja, al lugar desde donde emerge el error pretérito que aún nos lastra. Recorrimos la escasa media hora que separaba nuestro pueblo de la capital en silencio, observando ese paisaje castellano que nos había servido de abrigo, de cobijo, pero también de separación. Porque ese era mi pecado: el del abandono. De niño pasaba todos los veranos con él en el pueblo, empapándome de esas enseñanzas que sólo pueden aprenderse de quien tiene la piel craquelada por la experiencia. Después, en mi mocedad, fui postergando mis visitas a los puentes y días de guardar. Hasta que, al sumirme en la vida adulta que el ser humano ha elegido y que nos conduce a un ritmo desenfrenado, procrastiné completamente mis visitas. Apenas nos separaban poco más de cuarenta kilómetros y cuando regresé al pueblo con el abuelo en el asiento del copiloto, llevaba más de siete años sin pisar aquellas calles que un día había creído que formaban parte de mis latidos. 

Tras dejar nuestras pequeñas maletas en la casa de mis ancestros, en la calle San Pedro, junto al «Potro», arrastré la silla de ruedas con mi abuelo por el pueblo, deseando que algo le hiciera recordar quién era y lo que significaba aquel lugar para él. Sin embargo, transitábamos por las breves calles de Foncastín sin que su gesto variara lo más mínimo. Poco importaba que cruzásemos frente a la iglesia de San Pedro donde se casó con la yaya, que atravesáramos el arco que separaba el pueblo nuevo de las corralizas, donde faenó toda su vida, o buscáramos la sombra de los soportales de la plaza mayor, refrescándonos, más tarde, en la fuente que servía de homenaje a las mujeres del entorno rural, donde los pocos que quedaban en el pueblo le saludaban cariñosos, recibiendo silencio por toda contestación.

He de admitirlo, mientras regresábamos a casa, arrastrando su silla de ruedas frente a los murales donde se representaba la vida de aquel pueblo a lo largo de los años, pensaba que quizá me hubiera equivocado y la enfermedad del olvido hubiera devorado hasta el último y más profundo de sus recuerdos.

Lloré. Lloré por dentro y por fuera, con lágrimas calmadas que descendían pausadas por mis mejillas, porque cuando uno llora de verdad, llora lento.

Tras dejarle afuera, junto a la puerta de entrada de la casa, donde antaño leía sus novelas de Marcial Lafuente Estefanía y Clark Carrados, en la vieja cocina preparé con mimo unas sencillas sopas de ajo. La misma básica receta que mi abuela elaboraba para ambos, antes de que partiese tempranamente hacia el camposanto, y que a mi abuelo y a mí nos parecía que no debía ser menos que suculencias de reyes, tal era el sabor que aquel castellano plato poseía si se cocinaba con esmero y, sobre todo, con cariño. 

Acompañé los humeantes platos, al regresar a la calle, con dos vasos de Rueda, que había dejado enfriar en la nevera cuando habíamos llegado. Así, sentados en el porche desde donde antaño me había mostrado la diferencia entre el trigo y la cebada, entre un Rueda y un blanco riojano o entre el ulular de un búho y una lechuza, coloqué una mesa entre ambos, dispuse las sopas de ajo y los vasos de Rueda, y le fui llevando las cucharadas a la boca. Deglutía por costumbre, mecánicamente… aunque, poco a poco, comencé a apreciar en él cierto gesto de complacencia, una media sonrisa, apenas intuida, que tensaba muy tenuemente las comisuras de sus labios.

¡Lo estaba logrando! ¡El milagro! ¡La magia nacía de algo tan elemental, pero cargado de simbolismo, como era un plato de sopas de ajo! De ese plato que contenía mucho más que una sopa; aquel plato contenía buena parte de lo que ambos éramos…

Animado, hechizado por la magia del paladar, tomé el vaso de Rueda y se lo llevé a la boca, dejando que el fresco néctar de nuestra tierra se abriera paso a través de sus labios, dispersándose en su interior, impulsando sus sístoles y diástoles. Sus ojos recuperaron el brillo, las mejillas recobraron su color cobrizo y una sonrisa de niño eterno se abrió paso en mitad de su rostro, mientras alargaba la mano y me pellizcaba la mejilla.

—Gracias, Tomás. Muy buena la sopa. Casi tanto como la de tu abuela Mercedes. Le voy a dar un beso de tu parte —dijo con un tono de voz pausado y suave, como si hablara desde el interior de una profunda cueva.

Después, sin más, volvió a sumirse en el gris en el que vivía desde hacía años. Ya nunca regresó. Murió a las dos semanas. Y estoy convencido de dos cosas: la primera es que, tal y como me prometió aquel atardecer en el pueblo, nada más llegar al lugar donde el aliento no empaña los cristales le dio un beso a la abuela de mi parte. Y la segunda era que la magia existe y que a veces, para encontrarla, sólo hay que hacer algo tan sencillo como despertar los sentidos con los sabores que un día decidieron unificar el latido de quienes se amaron alrededor de una mesa con unas sopas de ajo y un buen vino de Rueda.

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